Un célebre pintor de la antigüedad, fue conmovido por las preguntas insignes de una gitanilla que, acudiendo como modelo a su estudio, quedó admirada de un cuadro de la crucifixión que el pintor estaba ultimando. La niña no había oído contar nunca la historia del amor del Salvador y cuan do el pintor se la refirió para que no le importunase más con sus preguntas, ella exclamó ingenuamente:
 

-¿Debe usted amar mucho a quien hizo todo esto por usted?
 

Estas palabras penetraron en el corazón del pintor, quien reconoció que no amaba a Cristo como debía y se convirtió de veras a El, uniéndose a un grupo de creyentes evangélicos de su ciudad, en quienes halló verdaderos adoradores del Cristo crucificado.
 

Stenburg sentía un amor ardiente por su Salvador. Todo lo hizo por mí, pensaba. ¿Cómo podré hablar a los hombres de aquel amor sin límites que se dio por ellos para darles la salvación? ¿Cómo podré hacer que la luz de vida que ha entrado en mi alma penetre en otros corazones también? No soy orador, aunque tratase de hablar no podría. Pensando de este modo un día empezó a diseñar al azar un tosco bosquejo de una cabeza coronada de espinas. Una idea cruzó por su mente. "¡Puedo pintar!" -dijo-. "Mi pincel deberá proclamarlo"'. En aquel retablo que conmovió a la gitana Pepita, su cara era toda angustia y agonía, pero eso no era la verdad. Amor indecible, compasión infinita, sacrificio voluntario, esto hay que expresar.
 

Cayó de rodillas y oró para que Dios le hiciera digno de pintar y proclamar a Cristo de ese modo.
 

Y luego trabajó. El fuego de la inspiración ardió; subió hasta la más alta fibra de sus dotes artísticas. El cuadro del Cristo crucificado era una maravilla. No quiso venderlo; lo dio corno regalo a su ciudad natal, fue puesto en el Museo y allá acudieron las gentes a verlo. Los corazones se emocionaban ante él y volvían las gentes a sus casas comprendiendo mejor el amor de Dios, y repitiendo por lo bajo las palabras que en letra clara el pintor había escrito: "Esto hice yo por ti. ¿Qué has hecho tú por Mí?"
 

Stenburg acudía también, observando desde un rincón a la gente que se reunía junto al cuadro y oraba a Dios para que bendijese su sermón pintura. ­Entre los visitantes, vino un día el joven conde Zinzendorf. Pasó varias horas admirando el cuadro y orando a Dios. Cuando volvió a su casa, dio respuesta a la pregunta del cuadro consagrando toda su fortuna a aliviar la suerte de los perseguidos cristianos moravos, fundando en sus posesiones las colonias de donde partieron centenares de mensajeros del amor del Salvador a los países paganos.

 

¡Dios les bendiga!

Amén