Era la mañana de un festival. A una hora temprana los aldeanos se habían congregado en el campo. Sobre ellos las cumbres de los Alpes se elevaban en grandiosa majestad. Los alegres niños estaban jugando en grupos, cuando un fuerte grito llamó la atención de todos. Un águila de la montaña se había precipitado repentinamente y, para horror de los que allí estaban, se elevó con un niño que luchaba por soltarse de sus garras. En medio del terror y confusión, transcurrió algún tiempo sin saberse quién era, y un profundo gemido se escuchó de la multitud cuando se supo que era un hermoso niño, el único consuelo de una viuda. “¡Mi hijo! ¡mi hermoso niño!” exclamaba, mientras se retorcía las manos en agonía, y con los ojos llenos de lágrimas observaba el vuelo del ave poderosa, mientras que el pastor procuraba en vano consolarla. Algunos montañeses instantáneamente se lanzaron hacia los peñascos, y todo ojo los siguió mientras ascendían lentamente. Al fin, al desaparecer el águila, más allá del abrupto precipicio, se vio que se detuvieron y todos con excepción de dos abandonaron la tentativa. Al fin, como se elevaban peñascos sobre peñascos, dejaron la lucha desesperada, y un gemido de los espectadores manifestaba que toda esperanza había desaparecido. Con el rostro lívido por la desesperación, la mirada sobre el precipicio, la madre había yacido inmóvil hasta entonces; pero cuando vio que los perseguidores se detenían, con un grito de agonía se lanzó por el ascenso que era casi perpendicular. Arriba, aún hacia arriba, siguió por su peligroso camino, hasta ganar el punto que parecía desafiar ya el avance, y allí los peñascos se elevaban mucho, y amenazadores ante ella; pero donde el esfuerzo fracasó en otros, ella, impulsada por el amor, invocó toda su fuerza, y sin detenerse ante el peligro, sus pies descalzos y tiernos se cogían del liquen, y prosiguió hacia arriba con la admiración y terror de los espectadores. Una y nada más una vez, se detuvo a mirar hacia abajo. A medio camino hacia la cumbre, ¡qué vista tan sorprendente y hermosa contemplaron sus ojos! Allá abajo del valle tortuoso había una densa masa de seres humanos. Ninguno estaba en pie, ni una cabeza cubierta, sino que los señores, jóvenes y niños estaban arrodillados en férvida súplica, a la vez que de la aldea el repique de la campana resonaba en su oído, llamando a los habitantes vecinos a unirse en la oración. Al fin llegó a la cumbre y para su gozo indecible vio a su niño aún con vida en el nido. En ala rápida el águila giraba alrededor en círculo más arriba que ella. Coger al niño, asegurarlo en su seno y atarlo a ella con su chal fue cuestión de un momento. Encomendándose al Padre amoroso, tornó a descender. Temerario había  sido el ascenso, pero más temible y peligroso parecía el descenso. Al llegar al lugar dificultoso con el cerebro aturdido y con el corazón desvanecido, se detuvo, estrechando a su niño a su seno con estremecimiento. En ese momento su oído escuchó el balido débil de una cabra, guiando a sus cabritos por otro lado. Con una gratitud indecible hacia Dios, cruzó para descender por ese camino antes desconocido, y escuchó los gritos distantes de gozo de los aldeanos allá abajo. Pronto estuvieron a su lado fuertes brazos y estaba salva con su hijo. El amor le había llevado a la altura donde los escaladores de los Alpes no habían podido subir. Sin embargo, se nos dice que el amor de Dios va más allá.