Una vez, en una grande ciudad del sur de los Estados Unidos de la América del Norte, un pequeño grupo de cristianos organizó una iglesia bautista en un barrio que estaba creciendo rápidamente, en las orillas de la ciudad. Al principio tenían los cultos en un salón que había servido de bodega, por lo cual pagaban alquiler; durante el verano los tenían en una tienda de campaña. Discutieron, hicieron planes, y trabajaron para reunir dinero con el cual construir el templo que deseaban. Una persona rica que vivía en ese barrio, interesada en la cultura general, pero sin pertenecer a ninguna iglesia, ofreció dar $100,000.00 (cien mil dólares) para la construcción del templo: con la condición de que a ella se le permitiese hacer los planos y vigilar la construcción del templo para que se hiciera como ella pensaba que debía ser construido. La Iglesia, cortésmente, rechazó la cuantiosa pero sospechosa oferta. Esa iglesia, después de algunos años de orar, contribuir, trabajar y sacrificarse, ha construido un hermoso templo y lo ha equipado con un moblaje conveniente. Los templos tienen más que ladrillos, mezcla, yeso, ventanas y bancas: tienen lágrimas, corazón y sacrificios de las iglesias que los construyen.